En primavera
o finales de verano embarcábamos en el
Marisol para pasar un día de navegación por la
hermosa ría de Ferrol. Una ría llena de calas y riqueza.
Fueras a donde fueras había vida, erizos,
minchas, berberechos, almejas, mejillones, ostras, camarones, nécoras,
zamburiñas, vieiras, lapas…etc. Un sin fin de riqueza sin apenas moverte del
entorno elegido. Solíamos ir mucho en aquel tiempo a San Felipe y caminar hasta
llegar a una tienda, posada y casa de comidas que era regentada por la familia
Cascallar. Mis padres se llevaban muy bien con ellos y en alguna ocasión ya
habíamos dormido allí. Tenían una terraza con una parra, donde la gente se
relajaba y comía los platos caseros hechos con cariño y esmero, los callos eran
la estrella y la carne asada. También tenían una sala adornada con redes y boyas
marinas,
y en su centro había un hermoso
balandro donde los niños podíamos subir e imaginar aventuras de piratas y
mares lejanos. También podías comprar en la tienda pese a ser domingo. Cascallar
tenía tres hijas no había tenido hijos y eso le disgustaba porque le hubiera
gustado que su hijo heredara sus habilidades marinas. Eran otros tiempos.
Aquel domingo
el tiempo estaba soleado con una suave brisa y como siempre trascurría el día
disfrutando del entorno y la navegación, descubriendo nuevos rincones. Al
llegar la tarde desembarcamos y fuimos a merendar a Cascallar y de repente el tiempo empezó a cambiar y unos nubarrones
negros empezaron a cubrir los cielos desde el nordes. Apuramos la recogida y
partimos hacia el barco no sin antes ser avisados por Cascallar y la
imprudencia de zarpar en aquellas condiciones y con toda la familia, abuela y
bebé incluidos. Mi padre aseguró que nos daba tiempo a llegar a puerto sin
problemas zarpando a la aventura.
El barco
tenía un tambucho en la proa, dos pañoles uno a proa y otro a popa, y entre los dos
pañoles estaba la cabina del motor, con unas barandillas a babor y a estribor.
El timón estaba en la popa y era de caña. Zarpamos del muelle de San Felipe y
enfilamos rumbo a Corrulleiras. Navegamos a buen ritmo con un mar relativamente
tranquilo. Habíamos pasado el muelle nuevo, la cetaria y una pequeña cantera y
nos introducimos en la ensenada que hay entre Mugardos y la Graña, una especie
de golfo en medio de la ría. En segundos la embarcación empezó a recibir golpes
de mar por proa y seguidamente de forma repentina por ambas amuras. Nos
encontramos en medio de un infierno. Por momentos todo empezó a cambiar, el
viento en forma de remolino sacudía la embarcación como si estuviéramos en una
olla de agua hirviendo, era una especie de galerna. Mi padre soltó la caña y se
la pasó a mi hermano el mayor, (por aquel entonces tendría 12 años) a mi otro
hermano y a mí nos dijo que nos metiéramos en el tambucho de proa y que nos
cerráramos, así hicimos. El bebé iba en su cochecito introducido en el pañol de
proa, así que mi padre tuvo que permanecer sujetando el coche y dando órdenes
de las maniobras para sortear las olas que de forma imprevista nos azotaban de
babor a estribor y de proa a popa en una locura próxima al naufragio. Al
permanecer a oscuras y sin visibilidad de lo que acontecía, y soportar los
bandazos de las olas contra el casco, escuchar los gritos de mi padre dando las
órdenes de las maniobras, a mi madre suplicar y a mi abuela llorando, a mi en
mi corta edad solo me quedaba rezar o lo que es lo mismo, pedir un milagro.
Tengo que felicitar la firmeza de mi hermano ante la caña y su valor, sorteando
las olas con su infantil fuerza y
maestría a las órdenes de mi padre. Yo de vez en cuando le decía a mi
otro hermano que mirara para ver por dónde íbamos o cuanto faltaba, pero cada vez
que abría el pañol nos caía una ola y nos dejaba empapados de arriba abajo. El
tiempo de la llegada a puerto se nos hacía eterno por no decir imposible. El
resto de los tripulantes estaban empapados menos el bebé.
Poco a poco
los bandazos fueron disminuyendo y ya próximos al muelle mi padre advirtió a mi
hermano que se abriera a estribor dejando la boya a babor. Mi hermano y yo
asomamos las cabezas para percibir si estábamos ya a salvo y como niños nos
abrazamos y nos pusimos a llorar. En aquella época los barcos que navegaban por
la bahía carecían de VHF ni de ningún método de fonía o radio, tampoco existían
los móviles así que la aventura fue total.
Enfilando el
muelle vimos como un montón de gente nos miraba y al unísono elevaron sus voces
entre palabras de alegría y sorpresa. Entre toda aquella algarabía había
también una pareja de la guardia civil. Antes de fondear saludaron a mi padre y
le preguntaron si estábamos todos bien. Mi padre afirmó que si y en silencio
fue haciendo la maniobra de amarre y desembarco ayudado en esta ocasión por los
guardia civiles. Ya todos en el muelle firme los agentes llamaron a mi padre
aparte y según nos contó le echaron una buena bronca por imprudente y que ya
estaban preparando el salvamento dado que les había extrañado la falta del
Marisol en su punto de amarre y las noticias que circulaban de que había
zarpado con toda la familia. No le metieron multa alguna porque en Ferrol en
aquellos años todos nos conocíamos y más a mi padre en el puerto ya que tuvo
embarcación desde que nació, porque su padre, (mi abuelo) tenía la misma
pasión, la navegación.
Agotados y asustados emprendimos el regreso a casa entre las calles del
puerto, subiendo por la calle San Francisco, empapados de mar por dentro
y por fuera hasta llegar a la plaza de Amboage y ya en casa un baño de
agua caliente, la cena reconstituyente y a dormir en un profundo sueño
de recuperación física y mental.